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Los antiguos leían sólo en voz alta, siempre articulando las palabras. El texto pasaba por la garganta, la laringe, los dientes, la lengua, en pocas palabras por el cuerpo, por su composición sanguínea, muscular y nerviosa.
Plinio el Viejo gozaba de poder contar con un lector griego y un escriba latino y junto a los dos leía y escribía durante las comidas, dejando de lado la intimidad del acto de escribir.
Aristófanes representa el acto de escribir en actitudes inverosímiles, al igual que Eurípides al escribir sus tragedias.
Cicerón, según distintos testimonios, escribía muy rápido en las tabletas que siempre llevaba consigo. Luego el escriba copiaba y el texto desde sus orígenes estaba vuelto a una exterioridad sin complejos, en muchos casos podría decirse impúdica.
Hoy nuestra escritura, por lo general, es producida en soledad, en algunos casos, tiene algo de íntimo, de perverso, de secreto o también, y porque no decirlo, de creación casera.
Resulta indiscreto mirar a una persona mientras escribe, y aún peor, cuando mientras lee está moviendo apenas sus labios. Captar el movimiento de la boca del que lee en voz baja, resulta una escena singular, llena de erotismo.
Estas formas, parte del pasado, parecen no ser posibles en la actualidad, donde la escritura manuscrita y la lectura en voz alta, son prácticas clandestinas.
Ernesto Martinchuk
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