"No hay que escribir sino en el momento en que cada vez que mojas la pluma en la tinta, un jirón de tu carne queda en el tintero"
León Tolstoi
Quienes tenemos experiencia y ya peinamos canas hemos hecho nuestra escuela primaria en una época en que los alumnos teníamos que escribir las tareas con unas lapiceras, que terminaban en una pluma de acero que, por su forma, se la denominaba “cucharita”. Esa lapicera era mojada en tinteros encastrados en los pupitres estudiantiles de madera, que siempre tenían desajustes por el uso o mal uso, por lo que poseían un movimiento pendular, en la medida que el compañero del banco de adelante no controlara las inquietudes propias de la niñez.
Era común, por lo tanto, que la tinta líquida salpicara los
guardapolvos o manchara los textos para horror de nuestras madres y enojo de
los maestros. En aquel entonces, esa lapicera iba acompañada siempre de un
complemento llamado papel secante,
que trataba de limitar los manchones que de tanto en tanto se generaban, porque
el arte de escribir con lapicera con pluma, era evitar que la misma se cargara
demasiado para que el exceso de tinta no cayera sobre el cuaderno o los papeles
del alumno.
Ese mortificante manchón,
era la prueba de no haber saber equilibrar la carga de la tinta con la
velocidad de la escritura, es decir que se la mano se detenía en sus
movimientos, la tinta seguía deslizándose a través de la pluma hasta estropear
el trabajo. Eran los tiempos en que el bolígrafo aún no había sido creado y la
lapicera fuente no era admitida en la escuela.
Ernesto Martinchuk
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